El problema no es la persona: la Procuraduría colombiana es un poder mal fundado, excesivo y arbitrario. Pero el problema se abulta cuando al procurador le da por emplear ese poder mal fundado, excesivo y arbitrario.
La raíz
James Madison observó famosamente que el primer problema de una democracia consiste en que la gente les obedezca a las autoridades elegidas, y el segundo en evitar que las autoridades elegidas abusen de la gente.
Este segundo es el problema de la delegación (o, también, el problema “del principal y el agente”) que se extiende a todo tipo de relaciones comerciales y políticas: ¿cómo evitar que el otro abuse del poder que le confiamos?
En las democracias sajonas, como la que ayudó a crear Madison, el problema se resuelve sobre todo mediante un cuidadoso balance entre poderes públicos que se controlan uno a otro y, más aún, mediante la cultura de vigilancia ciudadana que va de abajo hacia arriba y que Alexis de Tocqueville apreció y describió como ninguno.
Pero en las democracias latinas, el problema tiende a resolverse mediante la multiplicación de los poderes públicos y la creación de burocracias dedicadas a controlar a las demás burocracias.
La Procuraduría General de Colombia es un ejemplo perfecto de ambas cosas. La idea viene nada menos que de Simón Bolívar y su maestro J.J. Rousseau, que no creyó jamás en elecciones y sin embargo inspiró las “democracias latinas”. Un “decreto provisional” de Bolívar, bajo el Congreso de Angostura de 1819, creó esta institución que desde entonces ha venido complicándonos la vida.
La figura jurídica se llama el “Ministerio Público” y su función supuesta es velar por los intereses de la gente frente a las decisiones y actuaciones de los funcionarios. Por eso la extensión e integración confusa de esta “cuarta” rama del poder público (“poder moral” lo llamó Bolívar, y así se llama en la Constitución Bolivariana de Chávez). Y en Colombia, a lo largo de la historia, el Ministerio Público ha mezclado, separado y enredado cuatro cosas distintas aunque emparentadas:
· Velar porque los funcionarios cumplan bien sus deberes (“función disciplinaria”);
· Evitar el robo de dineros públicos (“control fiscal”);
· Garantizar el interés de la sociedad en que los delitos sean sancionados (“función penal”), y
· Velar porque el Estado respete y garantice los derechos humanos (“protección del ciudadano”).
Estas tareas, como podrá verse, reflejan el acento cambiante de los tiempos y pueden ser confiadas a entidades más o menos especializadas. La Constitución de 1991 (Constitución “latina” por excelencia) fortaleció la Contraloría para el control fiscal, creó la Fiscalía para la acción penal y la Defensoría para los derechos humanos. Y sin embargo mantuvo la Procuraduría con la triple misión (artículo 277) de intervenir en los procesos judiciales (¿y la Fiscalía?), velar por los derechos humanos (¿y la Defensoría?), y vigilar la conducta de todos los funcionarios.