El modo de producir conocimiento científico ha cambiado. Por eso hay que cambiar la forma de educarnos y de orientar la ciencia, la tecnología y la innovación en Colombia.
La
importancia de la regulación
Hace poco fue aprobado el Plan Nacional de
Desarrollo (PND) 2018 – 2022, Un pacto por Colombia, un pacto por la equidad.
Entre otras muchas cosas, este documento establece las
bases para la política pública de ciencia, educación, tecnología e innovación
de los próximos 25 años y delinea los principios del futuro Ministerio de
Ciencia Tecnología e Innovación (CT+i).
Aunque a veces se crea que el asunto es secundario,
la regulación de la ciencia y la tecnología es de vital importancia porque
define el papel del conocimiento dentro de una sociedad y reduce los riesgos
que ciertos tipos de investigación o aplicación del saber pueden representar
para los ciudadanos.
La violencia generalizada, el asesinato de líderes
sociales, la informalidad laboral o la desigualdad social son algunos de los
problemas que agobian a la sociedad colombiana. Por difíciles que sean o
parezcan, la experiencia de la humanidad ha confirmado que la producción de
conocimiento científico y tecnológico es la mejor manera de confrontar estas y
otras dificultades.
Pero no se trata de cualquier tipo de conocimiento,
sino de aquel que responde al contexto donde se produce, que involucra diversos
actores y que intenta satisfacer el bien común.
Ciencia:
de la confianza a la participación.
«La ciencia es el motor del progreso», repetíamos
como credo en el siglo XX, pues el desarrollo de los computadores, la píldora
anticonceptiva, los primeros trasplantes de órganos, el radar o el
descubrimiento sobre la estructura de doble hélice del ADN nos hicieron sentir
que así era. Creíamos que, si el Estado financiaba las ciencias básicas y les
garantizaba autonomía, se produciría conocimiento que indefectiblemente
redundaría en bienestar social.
El informe “Ciencia: la frontera sin fin” que
Vannevar Bush, el entonces director de la Oficina de Investigación Científica y
Desarrollo de Estados Unidos, le presentó al presidente Franklin Roosevelt en
1945 ejemplifica esa confianza ciega en las ciencias básicas, pues aseveraba
que “el progreso científico […] es el resultado del juego libre de intelectos
libres, que trabajan en temas escogidos por ellos, en la manera que su
curiosidad les dicte que deben explorar lo desconocido».
Sin embargo, en la década de los sesentas, en medio
del movimiento contracultural, esa confianza se vería perturbada por accidentes
nucleares, envenenamientos farmacéuticos y hallazgos sobre los efectos adversos
de los pesticidas.
La regulación de la ciencia y la tecnología es de vital
importancia porque define el papel del conocimiento dentro de una
sociedad.
En ese momento entendimos que el progreso
científico podía traer repercusiones negativas para la humanidad y, por eso,
era necesario regularlo. Desde entonces, nos ha acompañado lo que se conoce
como el síndrome de Frankenstein, esto es, el temor de que la ciencia se voltee
contra nosotros y nos diga, como la criatura imaginada por Mary Shelley, “tú
eres mi creador, pero yo soy tu señor”.
Este cambio en la manera de relacionarnos con la
ciencia ha sido objeto de estudio de la academia. En su libro Las
fronteras de la ilusión, Daniel Sarewitz, profesor de Ciencia y
Sociedad de la Universidad de Arizona y codirector del Consortium
for Science, Policy, and Outcomes, expone cinco mitos que muchos
Estados han reproducido en sus políticas científicas sin examinar sus fundamentos
teóricos ni empíricos. Estos son:
·
Mito del beneficio infinito: la ciencia y tecnología
conducirán indefectiblemente a lograr beneficios sociales;
·
Mito de la investigación sin trabas: cualquier línea razonable
de investigación sobre procesos naturales produce beneficio social en igual
medida;
·
Mito de la rendición de cuentas: las responsabilidades
morales e intelectuales de los científicos se limitan a garantizar el arbitraje
entre pares, la reproducibilidad de los resultados y otros controles de calidad
de la investigación científica;
·
Mito de la autoridad: la investigación científica
proporciona una base objetiva para resolver disputas políticas;
·
Mito de la frontera sin fin: el conocimiento producido
por la ciencia es independiente de sus consecuencias para la naturaleza y para
la sociedad.
¿Cómo
regular la ciencia?
En el afán de combatir esos mitos y regular el
conocimiento científico y tecnológico, han surgido iniciativas estatales como
la Agencia de Protección Ambiental en Estados Unidos, el Comité de Tecnología
en Dinamarca, el Center for Working Life en Suecia y las “tiendas de ciencia”
en los Países Bajos. A ellas se les suman los organismos de ciencia y
tecnología encargados de orientar las políticas públicas en esta materia, como
lo hace Colciencias en Colombia.
Así mismo, cada vez hay más gobiernos que entienden
la producción de conocimiento como un proyecto colectivo que debe involucrar a
la academia, las empresas privadas y el Estado, pero también a las
organizaciones civiles y la ciudadanía en general. En esa línea han surgido
aproximaciones teóricas como la ciencia posacadémica de John Ziman, la
ciencia posnormal de Silvio Funtowicz y Jerome Ravetz, y el modo 2 de
producción del conocimiento de Michael Gibbons. Además de entender el
conocimiento científico y tecnológico de forma compleja y dinámica, todas
comparten estos tres principios:
·
Extensión de la comunidad de pares: La regulación y
validación de los sistemas nacionales de CT+i es una responsabilidad compartida
por los diversos actores sociales. Por eso, vinculan intereses sociales,
económicos y políticos en el control de calidad del conocimiento y en procesos
como la definición de agendas y de problemas de investigación;
·
Transdisciplinariedad: La solución de problemas sociales
requiere sistemas de conocimiento que sobrepasan las disciplinas aisladas;
·
Diversidad organizativa: El trabajo en red y
los consorcios temporales para abordar problemas específicos deben ser
prioritarios.
Todo lo anterior demuestra que ha cambiado la
forma de relacionarnos con el conocimiento científico que. Este es el camino
indicado para que prevalezca el interés general sobre las demandas del mercado
y el ánimo de lucro.
Los
retos en Colombia
Al extrapolar estas consideraciones al contexto
colombiano surgen al menos dos interrogantes: ¿Cómo promover la formación de
individuos y grupos activos en la regulación de la ciencia y la tecnología?
¿Cómo educar ciudadanos capaces de comprender la complejidad y la diversidad de
la condición humana y de la ciencia como actividad social?
Para abordar esas dos preguntas, valdría la pena
que nuestro sistema educativo se nutriera de los aportes de pensadores como
Paulo Freire, John Dewey, Philippe Meirieu, Roger Cousinet y Miguel de
Zubiría, cuyas reflexiones pedagógicas pueden contribuir a promover la
deliberación y el pensamiento crítico, dos elementos fundamentales para la
adecuada regulación del conocimiento científico y tecnológico.
En cuanto a los aspectos curriculares e
institucionales, que son precisamente los que permiten llevar las reflexiones
pedagógicas a la práctica, debemos reconsiderar múltiples asuntos. A
continuación, mencionaré tres de ellos que, si bien han sido abordados en
numerosos espacios académicos, ameritan una discusión más amplia:
Cada vez hay más gobiernos que entienden la producción de
conocimiento como un proyecto colectivo.
·
La separación disciplinaría del conocimiento: si los problemas que
afectan a los ciudadanos son complejos y si su solución necesita de enfoques
transdisciplinarias, ¿por qué insistir en aproximaciones desde una sola
disciplina? Es momento de pensar en currículos diferentes que se nutran, por
ejemplo, de las competencias para el desarrollo
sostenible de
la UNESCO, la pedagogía dialogante del Instituto Alberto Merani o el
aprendizaje basado en problemas.
·
La concepción fordista de la educación: los valores del
sistema educativo no pueden ser los mismos de la industria. Por eso, en vez de
medir su rendimiento en términos de productividad, eficiencia o eficacia,
debemos pensar en evaluar el desarrollo de las habilidades que exige el nuevo
modo de producción de conocimiento. En ese orden de ideas, los indicadores
nacionales e internacionales, deberían medir si los estudiantes son sujetos
activos en las discusiones públicos, si son capaces de pensar de forma
transdisciplinar y si pueden tender puentes en medio de la diferencia.
·
El papel de las artes, la artesanía y las
humanidades: formar
para deliberar en medio de la diversidad y para pensar de manera crítica y
reflexiva requiere de una concepción más amplia del conocimiento que, además de
trascender la oposición clásica entre «ciencias duras» y «ciencias blandas»,
reconozca que el arte y las humanidades propician el conocimiento de sí mismo y
del otro, y ayudan a construir una postura frente al mundo. Esta concepción
debe repensar también el rol de la artesanía en el fomento de la
reflexión, la constancia y la búsqueda de la excelencia, bien descrito por el
sociólogo Richard Sennett.
En suma, el rediseño de políticas de ciencia,
tecnología, innovación y especialmente educación es un reto que debe ser
asumido por el Estado, pero también por la comunidad educativa, la empresa
privada, las organizaciones civiles afines y la ciudadanía en general, pues se
trata de áreas del conocimiento que, de no ser reguladas cuidadosamente, pueden
ocasionar grandes estragos en todos los ámbitos de la sociedad.
*Razón Pública agradece
el auspicio de la Universidad EAFIT. Las opiniones expresadas son
responsabilidad del autor. Esta entrega hace parte de la Universidad de los
niños EAFIT.
** Coordinador de comunicaciones de la Universidad
de los niños EAFIT, programa para la apropiación social del conocimiento,
biólogo de la Universidad de Antioquia y candidato a magíster en Estudios de
Ciencia, Tecnología, Sociedad e Innovación del Instituto Tecnológico
Metropolitano de Medellín.