Reconocer violaciones,
una oportunidad para cambiar (I)
Reflexiones sobre la justicia transicional como una herramienta
para la protección de los derechos humanos. Esta es la primera entrega de tres
artículos escritos por Todd Howland, alto comisionado de la ONU, quien se
despide del cargo en Colombia.
Todd Howland.- Los fines son meritorios, pero
muchas cosas tienen que cambiar para conseguir que la implementación de los distintos
mecanismos del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición
(SVJRNR) logre mejoras significativas en materia de derechos humanos. Los cambios no se producirán
por arte de magia, ni serán el resultado necesario de los
mecanismos especiales de justicia transicional. Su concreción requiere
liderazgo, voluntad política y acción de todo el aparato estatal. Sin
menospreciar el logro del Acuerdo Final, lo que viene será mucho más difícil y
tendrá más oposición.
La perpetración de atrocidades
ha signado la vida institucional y social del país. En las dos décadas pasadas
se han documentado miles de violaciones a los derechos humanos e infracciones
graves al derecho internacional humanitario. Estos hechos atroces son objeto de
distintos tipos y grados de negacionismo, incluyendo su negación literal, es
decir, la manifestación abierta de que lo que se denuncia no pasó;
interpretaciones manipuladas sobre lo acontecido, por ejemplo, la ejecución
premeditada y dirigida de un combatiente que es presentada como su muerte
resultado de un intento de fuga; desconocimiento de las víctimas de las
violaciones, y minimización de los daños y efectos causados por la violencia,
por ejemplo, sí son desplazados, pero por voluntad propia. Cada parte del conflicto,
y ahora del proceso de paz, tiene
su particular aproximación al proceso de negación.
En la medida en que algunas de
las violaciones se han cometido bajo el manto de la ley o están cobijadas por
la impunidad, la confianza en el poder público está en jaque, como lo está,
también, la
legitimidad del poder estatal.
La superación de la negación y
de la impunidad de las violaciones no será un proceso rápido ni sencillo. Como
muchas otras iniciativas en Colombia, la ambición normativa del SIVJRNR rebasa
su capacidad funcional. No es cuestión de buenas intenciones, sino de idoneidad
funcional para encarar los problemas. La sofisticación normativa del Sistema es
significativa, pero no es garantía de los cambios anunciados. Los obstáculos ya
son evidentes.
Uno de los primeros retos es la
recuperación del sentido estratégico de los mecanismos del Sistema. La actual
discusión técnica sobre los distintos mecanismos desplazó la conducción
estratégica sobre lo que se pretende lograr con su puesta en marcha. La discusión
se ha centrado en cómo usar la caja de herramientas, es decir, la Comisión de
la Verdad, la Jurisdicción Especial para la Paz y demás mecanismos, sin tener
claro cuáles son los problemas que requieren atención. Este enfoque confunde
los medios con los fines. La aproximación ritualista y formal a los mecanismos
está obviando una discusión sensible a los diversos contextos regionales y a
las necesidades concretas de víctimas y comunidades. La puesta en marcha de los
mecanismos del SIVJRNR debe satisfacer
los derechos de las víctimas en los territorios y producir la no repetición de
violaciones, no unos estándares de funcionamiento mecánico de modelos eruditos.
Otro reto central en el proceso
de implementación del Sistema es abandonar la falsa creencia de que éste se
desarrolla en un ambiente estéril, desprovisto de antecedentes y libre de
influencias externas. Como cualquier esquema de organización estatal, los
mecanismos del SIVJRNR están
insertos en el marco institucional colombiano. Esto
implica que arrastran con lo bueno, lo malo y lo feo de las instituciones
existentes.
Aunque se predique su
singularidad y estado virtuoso, todos los mecanismos se insertarán en un
contexto, lleno de prácticas y reglas preexistentes, que pesa mucho más que el
acto inaugural de los nuevos mecanismos. Por ejemplo, el hoy desdeñado proceso
de Justicia y Paz condicionará muchos aspectos de los nuevos mecanismos. En vez
de concentrarse tanto en diferenciarlo del nuevo sistema, deberían
contemplar los
efectos de la transmisión de prácticas que inevitablemente tendrá lugar. Asimismo,
los mecanismos del Sistema estarán igualmente expuestos a los males que
carcomen a la administración pública en Colombia, incluyendo al sector de la
justicia. Tomar
conciencia de este hecho no descalifica los esfuerzos por garantizar la
efectividad y la transparencia de los nuevos mecanismos; por el contrario,
conduce a robustecerlos.
La negación de las atrocidades
es un proceso activo en Colombia.
Tanto las partes que negociaron
el Acuerdo, como otros actores y sectores, tienen intereses en la contención y
el control de los mecanismos del SIVJRNR para evadir o disminuir el ámbito de
su responsabilidad individual y colectiva. Las partes pactaron el intrincado
sistema considerando, cada una por separado y en antagonismo abierto, su
posición frente a los actos perpetrados y las consecuencias de estos. Aunque
resulte obvio, su cálculo es un ejercicio retrospectivo con valor prospectivo:
las dos partes valoraron lo que pierden y ganan con asumir (ciertas)
responsabilidades por (algunos) hechos del pasado.
La negación literal y absoluta
no era viable, en parte, por la valiente labor de documentación y denuncia que
el movimiento de derechos humanos ha
realizado durante décadas en Colombia. Ese trabajo, junto
con el de otros grupos y sectores, como los periodistas e investigadores
académicos, ha reducido el
margen de mentira que la sociedad está dispuesta a tolerar. Aun
así, la negación es un proceso vigente que apunta, entre otros objetivos, a
controlar el número y el tipo de conductas que serán objeto de reconocimiento,
limitar la profundidad del conocimiento que se alcance en relación con las
violaciones y minimizar las implicaciones de las atrocidades.
El Acuerdo Final también asigna
a los mecanismos del Sistema Integral funciones de esclarecimiento y rendición
de cuentas en relación con actores, agentes, representantes y grupos de interés
que no participaron, al menos visiblemente, en la negociación. Muchos, de
hecho, la gran mayoría, de estos actores se oponen activamente, por medios
legales e ilegales, al proceso de reconocimiento y rendición de cuentas que se
pretende poner en marcha. Si
bien estos actores han sido incluidos en el arreglo, no hicieron parte de sus
términos y resistirán, incluso violentamente, su operación y sus consecuencias.
Con el paso del tiempo, desde
el anuncio del Acuerdo se han solidificado pactos de silencio y se han
dispuesto acciones orientadas a asegurar el hermetismo y el secretismo en torno
a la atrocidad. Asimismo
hay campañas de desinformación y de intimidación en
marcha, con el fin de reducir la efectividad de cualquier intento que busque
esclarecer lazos hasta ahora invisibles con la perpetración de las violaciones.
Como resulta evidente, el
proceso de negación de las atrocidades tiene repercusiones implacables en el
proceso de rendición de cuentas. La fase de implementación del SIVJRNR debe
tener en consideración todas las complicaciones que de aquí se desprenden y
adoptar medidas concretas para combatir la negación. Asimismo, es
necesario el
concurso de todas las autoridades, especialmente de
aquellas a cargo de la administración de justicia, para propiciar un ambiente
que aumente la presión sobre aquellos que buscan evadir la rendición de
cuentas. Irrebatiblemente, el hecho de que algunas de esas autoridades estén
comprometidas con el crimen no augura un futuro promisorio para el proceso de
esclarecimiento.
Finalmente, no podemos olvidar
que la dinámica interna de los mecanismos del Sistema Integral y el proceso de
participación que se estructure en torno a estos no serán ajenos a las
dinámicas de violencia coercitiva que condicionan la vida social y política del
país. Las fuentes de violencia y sus
móviles son múltiples. Además de asegurar el
silenciamiento, esta violencia genera un ambiente adverso para el
funcionamiento de estos mecanismos, calificado por el miedo y la mordaza. La impunidad que reposa sobre
eventos pasados produce un efecto de amplificación e irradiación de la coerción
que exacerba aún más el ambiente adverso. La impunidad
extendida refuerza los intereses de quienes promueven el silenciamiento y
genera un efecto amedrentador y paralizante sobre gran parte del cuerpo
social. La promoción de la justicia en
estos términos es insostenible, por las violaciones cometidas
bajo el amparo de la ley y aquellas cometidas por la organización guerrillera.
Reconocer
violaciones, una oportunidad para cambiar (II)
Reflexiones sobre el
reconocimiento de responsabilidad y las Farc. Esta es la segunda entrega de
tres artículos escritos por Todd Howland, alto comisionado de la ONU, quien se
despide del cargo en Colombia.
Todd
Howland
El Acuerdo final para la
terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera
brinda una ventana de oportunidad para que las Farc, hoy como movimiento
político, afronten el pasado de violencia mediante un proceso significativo y
robusto de rendición de cuentas. El
proceso no será fácil y tendrá mucha oposición, proveniente de elementos
internos de las Farc como de agentes externos.
Las Farc (como organización) y
sus miembros (individualmente considerados) se aproximan a este proceso con
mucha desconfianza. Esa desconfianza es inherente tanto a su existencia, hasta
hace poco, clandestina, como a su identidad insurgente. Su identidad grupal
está imbuida de una racionalidad propia, determinada en gran medida por la
guerra.
Estos y muchos otros elementos
situacionales han contribuido a generar para el grupo y para sus miembros redes
de significación propias, a menudo en abierta contradicción a reglas sociales
compartidas. En ese marco, la organización y sus miembros adoptaron procesos de
justificación de todos sus actos violentos y procesos de neutralización de los
efectos de los daños causados.
La refutación individual y
colectiva de sus propias justificaciones no será un ejercicio fácil. La
confrontación de valores, ideales, lenguajes y símbolos no se hace de la noche
a la mañana; requiere reflexión, acción y acompañamiento. Si se asume de manera
seria y comprometida, el proceso de reconocimiento de responsabilidades
dispuesto en el Acuerdo Final implicará cargas pesadas para las Farc. Si bien
la organización ha dado señales de que está dispuesta a abordar ese camino, o
al menos parte de su liderazgo lo ha hecho, existen señales igualmente
significativas de resistencia.
El liderazgo de la organización
conjeturó cómo se desenvolvería la rendición de cuentas; sin embargo, en la
práctica, ese proceso será desordenado e impredecible. Estará lleno de contradicciones, fruto de tensiones y cambios en
la organización, y de voluntades y expresiones individuales. Como proceso
humano, la rendición de cuentas será doloroso, tanto para las víctimas como
para los perpetradores, y la asunción de responsabilidad no será un resultado simple
ni homogéneo.
Superar los prejuicios
Un factor determinante en el
proceso de reconocimiento se deriva del rechazo social generalizado que existe
en contra de las Farc.
El rechazo al grupo proviene de
elementos objetivos por los cuales la organización debe responder. Ese
sentimiento de repudio tiene raíces ciertas en su accionar violento y
destructivo; también ha sido exacerbado por décadas de operaciones
psicológicas, incluyendo propaganda de guerra, que ha presentado a la guerrilla
como el origen de todos los males y ha deshumanizado a sus integrantes.
El proceso de construcción del
enemigo ha calado en la sociedad colombiana y hoy hay muy poco espacio para que
los miembros de esa organización inicien el proceso reincorporación a la vida
civil. Durante años,
el mensaje reiterado y dominante logró el cierre de toda empatía con ese
enemigo. Ese resultado, exitoso desde la perspectiva del esfuerzo bélico
oficial, es hoy una barrera para iniciar el proceso de contribución a la verdad
y de reconocimiento de responsabilidades por parte del grupo. La gran mayoría
de los colombianos no les cree a los miembros de las Farc; a su vez, el grupo
reacciona de manera resentida, muchas veces guardando silencio, justificando
sus acciones, o estigmatizando a sus víctimas.
Resulta evidente que si estas
reglas de juego no cambian, el proceso de esclarecimiento y de reconocimiento
no tendrá sentido.
El cambio de reglas implica
esfuerzos en dos sentidos: por un lado, las Farc y sus integrantes tendrán que
apartarse de la justificación de sus acciones, y encarar sus responsabilidades;
por otro lado, la sociedad tiene que apartarse de la lógica de la guerra que
sólo concibe a las Farc como un enemigo que personifica el mal absoluto y cuyo
único propósito es dañar, y abrirse a la posibilidad de que los antiguos
perpetradores desean actuar en favor de las víctimas a las que agredieron.
La superación de las lógicas
justificativas y negacionistas, por un lado, y de las lógicas persecutorias y
de deshumanización, por el otro, será mucho más difícil de lo que se cree. El
punto de inicio es aceptar que ambas lógicas operan.
Iniciar el proceso de
reconocimiento
Según lo pactado, las Farc
deben responder por sus actos y sus atrocidades; y lo deben hacer, no en el
marco de su lógica, si no de acuerdo a las reglas del Estado de derecho,
incluyendo el derecho internacional. Que las Farc hayan aceptado este marco es un buen punto de
partida, aunque, según lo consignado en el Acuerdo Final, su comprensión del
derecho internacional resulte, a veces, acomodada.
El país debería dar una
oportunidad a esta organización y a sus miembros de mostrar su compromiso con
la paz y la reconciliación, mediante su participación activa en los mecanismos
del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición.
La estructura del Acuerdo final
favorece mediante estímulos la participación activa de las Farc y de sus
miembros en los mecanismos del Sivjrnr. El proceso le brinda, a los individuos, una salida de las
causas penales que se siguen en su contra; y, a la organización, le ofrece una
espacio para conducir de manera significativa un proceso social de expiación,
de reparación de los daños que ocasionaron, y una práctica política
prospectiva. Suya es la decisión de cómo encarar el legado de violencia y
atrocidad. La sociedad tiene una enorme responsabilidad de brindar la apertura
para este proceso y seguir activamente la rendición de cuentas, garantizando el
control social.
Superar las justificaciones y
encarar la negación
El mayor reto para las Farc
será abandonar la justificación de la violencia que han ejercido, reconocer las
atrocidades y el sufrimiento que han producido, rendir cuentas públicas a las
víctimas y a la sociedad, y
asumir las implicaciones que se derivan de lo que reconozcan. Asimismo, tendrán
que responder por sus silencios y por la negación, si la siguen ejerciendo.
La negación ejercida por las
Farc y sus integrantes ha sido evidente; sus efectos son penetrantes. Las
versiones, narraciones o cuentas que rindan en el futuro no pueden seguir
estando acompañadas por las justificaciones propias de la guerra (por ejemplo, asesinatos justificados como una forma de
ajusticiamiento o secuestros presentados como un método para garantizar
contribución al régimen contributivo impuesto por la organización guerrillera).
Esas justificaciones operan como un recurso discursivo que, al margen de
reconocer el mal o el daño causado, apela a los valores de la organización
armada, rechaza los valores sociales comúnmente aceptados y, de manera ofensiva
y sin arrepentimiento, insiste en su lógica de la violencia.
Este tipo de técnica es
recurrente en las expresiones de integrantes de las Farc en relación con
conductas atroces, como son el secuestro y los homicidios premeditados de
cualquier persona. A manera
de ejemplo, el secuestro no puede ser abordado como una práctica inocua que
hacía parte de un procedimiento guerrillero de recaudación de fondos.
Las técnicas de negación
empleadas, incluyendo el uso de eufemismos, buscan anular la gravedad de la
práctica e, incluso, buscan transferir culpas a sus víctimas (por no haber
cumplido con el régimen extorsivo), incluso cuando la retención terminó con la
muerte del secuestrado. El secuestro es una conducta atroz que viola derechos
esenciales de la persona. Las Farc deben asumir responsabilidad por todos los
daños generados y el sufrimiento prolongado de las familias como resultado de
esta práctica.
Un proceso similar de negación
se observa en relación con los homicidios que han perpetrado de manera
premeditada. La
técnica de negación más común se deriva de la explicación o justificación de la
muerte como resultado de algún rasgo o alguna conducta de la persona asesinada
(por ejemplo, un supuesto informante del Ejército o un concejal que supuestamente
colaboraba con los paramilitares). Este tipo de excusa demuestra la
normalización del asesinato dentro de la guerrilla y la ausencia de reproche a
la violencia letal. Para la guerrilla y sus miembros, muchas de estas
ejecuciones continúan teniendo validez con base en normas internas que todavía
defienden. Si el proceso de rendición de cuentas ha de ser significativo, las
Farc tendrán que confrontar esas justificaciones y asumir responsabilidad por
cada una de las ejecuciones cometidas.
No hay margen de apreciación en
casos de ejecuciones; los juicios a las víctimas de ejecuciones son
inaceptables. Según el derecho internacional humanitario, “todo atentado contra
la vida y la integridad corporal, especialmente el homicidio” de personas que
no participan activamente en las hostilidades está proscrito. La determinación
de si una persona participa activamente en las hostilidades no es un juicio
subjetivo de la organización armada, sino una determinación objetiva que
favorece la protección de las personas. La “culpa” de una persona no cambia esa
prohibición; tampoco el hecho de que la persona haya hecho parte de las fuerzas
armadas.
Aunque la muerte se haya
normalizado en el conflicto colombiano, las reglas humanitarias y de derechos
humanos nunca cambiaron: estas
proscriben tajantemente el uso del homicidio por fuera del marco de las
hostilidades. Las Farc tendrán que enfrentar esa normalización y rechazar las
justificaciones de las ejecuciones perpetradas; la responsabilidad resultante
será onerosa.
Otro contexto cargado de
negación es el campo de relaciones entre la organización guerrillera y la
población de los lugares ocupados por la guerrilla. Sin ignorar la amplia gama de relaciones que se establecieron en
los territorios (desde relaciones de beneficio recíproco hasta dominio
hegemónico y arbitrario), el ejercicio de la violencia por parte del grupo
armado organizado siempre medió las relaciones. En ese marco, el miedo se
erigió como un factor regulador, incluso en escenarios de amplia adhesión
social a la organización. La mera presencia de la organización constituía un
elemento amenazante generalizado, con especial implicación para quienes
disentían del grupo. En estas
situaciones, determinadas por el ejercicio coercitivo de la violencia, se
generaron incontables arbitrariedades y violaciones. No reconocer o ignorar los
efectos del régimen violento de control que fue impuesto profundiza la negación
y evita el restablecimiento de derechos de esas poblaciones y de las víctimas
de violaciones graves. El
miedo rigió (y seguirá rigiendo) la relación entre la organización y los
habitantes de algunos de esos territorios si las violaciones cometidas bajo el
régimen de control coercitivo no son abordadas.
-------------------------------------
REFLEXIONES
SOBRE LA OPORTUNIDAD DE LA VERDAD Y LA JUSTICIA PARA LA PAZ (III ENTREGA)
La oportunidad del Estado
para asumir responsabilidades en el conflicto
El Alto Comisionado de la ONU
para Derechos Humanos reflexiona sobre la oportunidad para Colombia de que el
Estado asuma la responsabilidad por los crímenes perpetrados por agentes
gubernamentales, en casos como los llamados “falsos positivos”.
Todd
Howland
El acuerdo para la terminación
del conflicto ofrece un conjunto importante de oportunidades para que el Estado
asuma de manera plena sus obligaciones internacionales en materia de derechos
humanos. Una de esas oportunidades consiste en que el Estado ejerza de manera
robusta el poder público con el fin de proteger y garantizar los derechos humanos
en todo el territorio, especialmente en las comunidades “más afectadas por
el conflicto armado y
el abandono”. La poca inversión y la falta de acciones creativas hasta ahora
registradas arrojan dudas sobre el aprovechamiento de esta coyuntura para producir
los cambios deseados. He enfatizado, en otros momentos, en la necesidad de no
perder esa oportunidad.
El Acuerdo de Paz ofrece
una oportunidad para que el Estado confronte el legado de las violaciones
manifiestas a los derechos humanos que tiñen el poder público en Colombia. Los
mecanismos previstos en el Sistema
integral de verdad, justicia, reparación y no repetición (Sivjrnr) brindan
una plataforma para llevar a cabo un proceso de rendición de cuentas serio y
significativo, orientado a romper con el pasado de atrocidad y combatir la
impunidad que ampara las violaciones de derechos humanos.
Este proceso demanda un
compromiso ético y político con los derechos humanos, puesto que implica
confrontar no sólo hechos aislados y malhechores individuales, sino dinámicas
colectivas que comprometen la responsabilidad estatal.
Una historia teñida por
violaciones
La historia colombiana está
teñida por la perpetración de violaciones a los derechos humanos. Durante
décadas se han documentado millares de eventos que son atribuibles al Estado. Estas
infracciones al derecho internacional están conformadas por el hecho atroz y
por otra serie de acciones y omisiones que hacen que ese hecho tenga relevancia
como un ilícito internacional. Las acciones y omisiones que resultan relevantes
pueden incluir el uso de recursos estatales para dirigir o ejecutar las
violaciones, la obstaculización o la desviación de la investigación, el uso de
la justicia penal militar para evadir la justicia, la manipulación o destrucción
de pruebas o la concesión de inmunidades a los responsables.
La violencia ejercida bajo el
manto de la ley demanda mayor censura que cualquier otra, puesto que esta
violencia se ampara en el poder público e involucra recursos estatales para su
planeación, perpetración y posterior ocultamiento. En casos de perpetración
reiterada, este tipo de violencia implica políticas o prácticas, sean legales o
ilegales, que se encuentran enquistadas en distintas organizaciones del Estado.
Las violaciones atribuibles al Estado
dañan no sólo a las víctimas, sino que representan una afrenta
a la sociedad, a la que supuestamente protege, y a la comunidad internacional.
Durante décadas, los distintos
órganos del sistema universal e interamericano de protección de derechos humanos
han informado sobre estas violaciones manifiestas, incluyendo ejecuciones,
desapariciones forzadas, torturas, violencia sexual, desplazamiento forzado y
detenciones arbitrarias. Miles de casos han sido documentados por la ONU Derechos Humanos.
La dinámica de estas
violaciones ha cambiado, como también ha cambiado la negación de estas. En una
fase inicial, la negación era absoluta y se sumaba a un ejercicio agresivo
contra los denunciantes. Por ejemplo, en las últimas dos décadas del siglo
pasado, las autoridades negaban abiertamente la existencia de actividades y
grupos paramilitares y manifestaban que las violaciones que se denunciaban eran
una invención de organizaciones al servicio de la subversión. Con el paso del
tiempo y la acumulación de información irrefutable, las actividades
paramilitares no podían ser negadas; entonces, se refutaba la responsabilidad
de las autoridades y se continuó, en muchos casos, negando a las víctimas,
acusándoles de ser de grupos armados. La implicación estatal en las actividades
paramilitares sigue siendo objeto negación, variando en contenido e intensidad,
según el caso. Después del proceso de Justicia y Paz, quedan muchos elementos por
esclarecer, especialmente los que apuntan a la responsabilidad estatal.
De manera paralela a la
negación, se han adelantado en Colombia extraordinarias iniciativas de
documentación de las violaciones. Se destacan los esfuerzos de organizaciones
de derechos humanos, periodistas y funcionarios judiciales. Sin sus aportes y
entereza, las atrocidades negadas y encubiertas hubieran transitado al olvido.
La información compilada permite establecer la existencia de patrones (según
modalidad y frecuencia, por distribución temporal y espacial), que evidencian
dimensiones colectivas de la violencia que compromete al Estado.
El acumulado es un tesoro que
permite ejercicios de contrastación y análisis que serán de mucha utilidad
al Sivjrnr.
Un ejemplo atroz
Un patrón que ilustra la
dinámica de negación de las atrocidades y, a su vez, demuestra los retos del
reconocimiento de responsabilidades por parte del Estado en el marco del Sivjrnr son
los denominados “falsos positivos”.
Abordado como un escándalo
puntual y ya superado, estos hechos han sido descartados como incidentes
aislados que fueron perpetrados por manzanas podridas en una organización
deslumbrante. La respuesta oficial se concentra en la responsabilidad
individual de los ejecutores de bajo rango en cientos de casos, evitando
cualquier examen de las dinámicas colectivas. A su vez, políticos y militares
activos y en retiro atacan la aplicación del derecho disciplinario y penal como
un ejercicio arbitrario y propio de una “guerra jurídica”. Para un importante y
poderoso sector, estas atrocidades son una fabricación infame; la negación es
activa y agresiva.
Examinada en conjunto la
información disponible, los eventos no pueden ser tratados como hechos
aislados. Pero sin duda ilustran un patrón de conducta, que configura una
práctica extendida en el Ejército,
evidenciada por la ejecución de miles de personas cuyos cuerpos fueron
expuestos como trofeos de guerra y usados para engrosar los resultados
operacionales. Esas muertes, provocadas de diversas maneras y respondiendo a
variedad de móviles, fueron objeto de intrincados y repetidos actos
fraudulentos orientados a revestir las violaciones de aparente legalidad.
Además del asesinato o la ejecución, cada violación involucra una sucesión de
acciones de planeación y encubrimiento por parte de variados agentes estatales,
no solo de los ejecutores materiales de la muerte y de la desaparición forzada
de muchas de las víctimas, que fueron enterradas como NN o
cadáveres sin identificar.
Desde que comenzó en 1997 a
desplegar su mandato en Colombia, la ONU Derechos Humanos observó con preocupación
las ejecuciones cometidas por el Ejército (y otros miembros de la Fuerza Pública,
incluyendo la Policía
Nacional) y la impunidad que las cubre. En el Informe anual de
1998, reportó sobre la modalidad de ejecución extrajudicial como práctica
generalizada: “En algunos casos las autoridades militares y policiales
intentaron justificar la muerte de personas con el argumento de que se trataba
de guerrilleros abatidos mientras hacían frente a las fuerzas del Estado o de
criminales comunes que se resistieron de manera violenta a la captura. En otros
casos, los homicidas fueron encubiertos con falsos informes sobre los hechos en
los cuales habían perecido los ejecutados”. El registro de hace dos décadas
evidencia la naturaleza arraigada de la práctica y su implantación en el
comportamiento organizacional. La práctica se continuó documentando en los
sucesivos informes.
A partir de 2003, la ONU registró
un incremento en las denuncias de este tipo de ejecución, destacó la
implicación de políticas gubernamentales de seguridad pública, y alertó sobre
el deficiente control que desplegaban las autoridades judiciales en relación
con estas violaciones manifiestas. En el informe relativo a 2004, recalcó un
incremento aún mayor en las denuncias de las ejecuciones.
En 2005 reportó un nuevo
aumento de la práctica ilegal atribuible al Ejército y
alertó sobre algunas concentraciones regionales, según el patrón de denuncias.
En ese informe, constató que: “la mayoría de estas ejecuciones ha sido
presentada por las autoridades como muertes de guerrilleros en combate, con
alteraciones de la escena del crimen. Muchas fueron investigadas indebidamente
por la justicia penal militar”. Además advirtió que “la práctica de estas
conductas, su negación por ciertas autoridades y la ausencia de sanciones a sus
autores plantean la eventual responsabilidad de los superiores jerárquicos”. En
ese informe, se dejó claro que las autoridades estaban alertadas de la
necesidad de responder consecuentemente con una práctica que comprometía la
responsabilidad organizacional y que implicaba un quebrantamiento de las
obligaciones internacionales del Estado. La
práctica siguió esparciéndose, contando con la connivencia organizacional.
Con el desarrollo de los
acontecimientos, la negación absoluta se hizo inviable. Las denuncias
aumentaron; revelaciones documentales y testimoniales confirmaban las
violaciones. Además, el surgimiento de casos axiomáticos, como la desaparición
y posterior ejecución de los jóvenes provenientes de Soacha de
2008, confluyeron en la aceptación oficial de algunas transgresiones, siempre
como casos individuales, y en la destitución de una veintena de funcionarios.
La ONU dio a
conocer, por canales privados y públicos, la gravedad de lo observado e
insistió sobre la necesidad de realizar un diagnóstico profundo, tanto para
frenar la práctica como para garantizar el esclarecimiento del fenómeno y la
rendición de cuentas. En los informes posteriores indicó que la respuesta
oficial sigue siendo deficiente, que la administración de justicia ha sido
obstaculizada, y que las medidas adoptadas han sido insuficientes para cumplir
con las obligaciones internacionales del Estado en derechos humanos.
Una nueva oportunidad para
confrontar la atrocidad
Cuando su perpetración es
extendida y continuada en el tiempo, las violaciones manifiestas no pueden ser
abordas como hechos simples o aislados. Es necesario abordar las causas, no
solo de los incidentes particulares de violencia extrema, sino de los patrones
de conducta que configuran las violaciones, dan sustento a su negación, y
buscan evadir la responsabilidad.
Si las raíces del problema no
son atacadas, es probable que surjan nuevas violaciones. De no ser
confrontados, estos hechos seguirán manchando la vida institucional y
acarreando el incumplimiento de las obligaciones internacionales del Estado.
Si la negación sigue siendo la respuesta oficial a la atrocidad, ningún sentido
tendrán los mecanismos que se han instituido para promover la justicia como
resultado del proceso
de paz.