Cinco años al frente de la ONU- Reconocer violaciones, una oportunidad para cambiar (I)

Reconocer violaciones, una oportunidad para cambiar (I)

Reflexiones sobre la justicia transicional como una herramienta para la protección de los derechos humanos. Esta es la primera entrega de tres artículos escritos por Todd Howland, alto comisionado de la ONU, quien se despide del cargo en Colombia.


Todd Howland.- Los fines son meritorios, pero muchas cosas tienen que cambiar para conseguir que la implementación de los distintos mecanismos del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SVJRNR) logre mejoras significativas en materia de derechos humanos. Los cambios no se producirán por arte de magia, ni serán el resultado necesario de los mecanismos especiales de justicia transicional. Su concreción requiere liderazgo, voluntad política y acción de todo el aparato estatal. Sin menospreciar el logro del Acuerdo Final, lo que viene será mucho más difícil y tendrá más oposición.

La perpetración de atrocidades ha signado la vida institucional y social del país. En las dos décadas pasadas se han documentado miles de violaciones a los derechos humanos e infracciones graves al derecho internacional humanitario. Estos hechos atroces son objeto de distintos tipos y grados de negacionismo, incluyendo su negación literal, es decir, la manifestación abierta de que lo que se denuncia no pasó; interpretaciones manipuladas sobre lo acontecido, por ejemplo, la ejecución premeditada y dirigida de un combatiente que es presentada como su muerte resultado de un intento de fuga; desconocimiento de las víctimas de las violaciones, y minimización de los daños y efectos causados por la violencia, por ejemplo, sí son desplazados, pero por voluntad propia. Cada parte del conflicto, y ahora del proceso de paz, tiene su particular aproximación al proceso de negación.

En la medida en que algunas de las violaciones se han cometido bajo el manto de la ley o están cobijadas por la impunidad, la confianza en el poder público está en jaque, como lo está, también, la legitimidad del poder estatal.

La superación de la negación y de la impunidad de las violaciones no será un proceso rápido ni sencillo. Como muchas otras iniciativas en Colombia, la ambición normativa del SIVJRNR rebasa su capacidad funcional. No es cuestión de buenas intenciones, sino de idoneidad funcional para encarar los problemas. La sofisticación normativa del Sistema es significativa, pero no es garantía de los cambios anunciados. Los obstáculos ya son evidentes.

Uno de los primeros retos es la recuperación del sentido estratégico de los mecanismos del Sistema. La actual discusión técnica sobre los distintos mecanismos desplazó la conducción estratégica sobre lo que se pretende lograr con su puesta en marcha. La discusión se ha centrado en cómo usar la caja de herramientas, es decir, la Comisión de la Verdad, la Jurisdicción Especial para la Paz y demás mecanismos, sin tener claro cuáles son los problemas que requieren atención. Este enfoque confunde los medios con los fines. La aproximación ritualista y formal a los mecanismos está obviando una discusión sensible a los diversos contextos regionales y a las necesidades concretas de víctimas y comunidades. La puesta en marcha de los mecanismos del SIVJRNR debe satisfacer los derechos de las víctimas en los territorios y producir la no repetición de violaciones, no unos estándares de funcionamiento mecánico de modelos eruditos.

Otro reto central en el proceso de implementación del Sistema es abandonar la falsa creencia de que éste se desarrolla en un ambiente estéril, desprovisto de antecedentes y libre de influencias externas. Como cualquier esquema de organización estatal, los mecanismos del SIVJRNR están insertos en el marco institucional colombiano. Esto implica que arrastran con lo bueno, lo malo y lo feo de las instituciones existentes.

Aunque se predique su singularidad y estado virtuoso, todos los mecanismos se insertarán en un contexto, lleno de prácticas y reglas preexistentes, que pesa mucho más que el acto inaugural de los nuevos mecanismos. Por ejemplo, el hoy desdeñado proceso de Justicia y Paz condicionará muchos aspectos de los nuevos mecanismos. En vez de concentrarse tanto en diferenciarlo del nuevo sistema, deberían contemplar los efectos de la transmisión de prácticas que inevitablemente tendrá lugar. Asimismo, los mecanismos del Sistema estarán igualmente expuestos a los males que carcomen a la administración pública en Colombia, incluyendo al sector de la justicia. Tomar conciencia de este hecho no descalifica los esfuerzos por garantizar la efectividad y la transparencia de los nuevos mecanismos; por el contrario, conduce a robustecerlos.
La negación de las atrocidades es un proceso activo en Colombia.

Tanto las partes que negociaron el Acuerdo, como otros actores y sectores, tienen intereses en la contención y el control de los mecanismos del SIVJRNR para evadir o disminuir el ámbito de su responsabilidad individual y colectiva. Las partes pactaron el intrincado sistema considerando, cada una por separado y en antagonismo abierto, su posición frente a los actos perpetrados y las consecuencias de estos. Aunque resulte obvio, su cálculo es un ejercicio retrospectivo con valor prospectivo: las dos partes valoraron lo que pierden y ganan con asumir (ciertas) responsabilidades por (algunos) hechos del pasado.

La negación literal y absoluta no era viable, en parte, por la valiente labor de documentación y denuncia que el movimiento de derechos humanos ha realizado durante décadas en Colombia. Ese trabajo, junto con el de otros grupos y sectores, como los periodistas e investigadores académicos, ha reducido el margen de mentira que la sociedad está dispuesta a tolerar. Aun así, la negación es un proceso vigente que apunta, entre otros objetivos, a controlar el número y el tipo de conductas que serán objeto de reconocimiento, limitar la profundidad del conocimiento que se alcance en relación con las violaciones y minimizar las implicaciones de las atrocidades.

El Acuerdo Final también asigna a los mecanismos del Sistema Integral funciones de esclarecimiento y rendición de cuentas en relación con actores, agentes, representantes y grupos de interés que no participaron, al menos visiblemente, en la negociación. Muchos, de hecho, la gran mayoría, de estos actores se oponen activamente, por medios legales e ilegales, al proceso de reconocimiento y rendición de cuentas que se pretende poner en marcha. Si bien estos actores han sido incluidos en el arreglo, no hicieron parte de sus términos y resistirán, incluso violentamente, su operación y sus consecuencias.

Con el paso del tiempo, desde el anuncio del Acuerdo se han solidificado pactos de silencio y se han dispuesto acciones orientadas a asegurar el hermetismo y el secretismo en torno a la atrocidad. Asimismo hay campañas de desinformación y de intimidación en marcha, con el fin de reducir la efectividad de cualquier intento que busque esclarecer lazos hasta ahora invisibles con la perpetración de las violaciones.


Como resulta evidente, el proceso de negación de las atrocidades tiene repercusiones implacables en el proceso de rendición de cuentas. La fase de implementación del SIVJRNR debe tener en consideración todas las complicaciones que de aquí se desprenden y adoptar medidas concretas para combatir la negación. Asimismo, es necesario el concurso de todas las autoridades, especialmente de aquellas a cargo de la administración de justicia, para propiciar un ambiente que aumente la presión sobre aquellos que buscan evadir la rendición de cuentas. Irrebatiblemente, el hecho de que algunas de esas autoridades estén comprometidas con el crimen no augura un futuro promisorio para el proceso de esclarecimiento.

Finalmente, no podemos olvidar que la dinámica interna de los mecanismos del Sistema Integral y el proceso de participación que se estructure en torno a estos no serán ajenos a las dinámicas de violencia coercitiva que condicionan la vida social y política del país. Las fuentes de violencia y sus móviles son múltiples. Además de asegurar el silenciamiento, esta violencia genera un ambiente adverso para el funcionamiento de estos mecanismos, calificado por el miedo y la mordaza. La impunidad que reposa sobre eventos pasados produce un efecto de amplificación e irradiación de la coerción que exacerba aún más el ambiente adverso. La impunidad extendida refuerza los intereses de quienes promueven el silenciamiento y genera un efecto amedrentador y paralizante sobre gran parte del cuerpo social. La promoción de la justicia en estos términos es insostenible, por las violaciones cometidas bajo el amparo de la ley y aquellas cometidas por la organización guerrillera.

Reconocer violaciones, una oportunidad para cambiar (II)

 

Reflexiones sobre el reconocimiento de responsabilidad y las Farc. Esta es la segunda entrega de tres artículos escritos por Todd Howland, alto comisionado de la ONU, quien se despide del cargo en Colombia.

Todd Howland
El Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera brinda una ventana de oportunidad para que las Farc, hoy como movimiento político, afronten el pasado de violencia mediante un proceso significativo y robusto de rendición de cuentas. El proceso no será fácil y tendrá mucha oposición, proveniente de elementos internos de las Farc como de agentes externos.

Las Farc (como organización) y sus miembros (individualmente considerados) se aproximan a este proceso con mucha desconfianza. Esa desconfianza es inherente tanto a su existencia, hasta hace poco, clandestina, como a su identidad insurgente. Su identidad grupal está imbuida de una racionalidad propia, determinada en gran medida por la guerra.

Estos y muchos otros elementos situacionales han contribuido a generar para el grupo y para sus miembros redes de significación propias, a menudo en abierta contradicción a reglas sociales compartidas. En ese marco, la organización y sus miembros adoptaron procesos de justificación de todos sus actos violentos y procesos de neutralización de los efectos de los daños causados.

La refutación individual y colectiva de sus propias justificaciones no será un ejercicio fácil. La confrontación de valores, ideales, lenguajes y símbolos no se hace de la noche a la mañana; requiere reflexión, acción y acompañamiento. Si se asume de manera seria y comprometida, el proceso de reconocimiento de responsabilidades dispuesto en el Acuerdo Final implicará cargas pesadas para las Farc. Si bien la organización ha dado señales de que está dispuesta a abordar ese camino, o al menos parte de su liderazgo lo ha hecho, existen señales igualmente significativas de resistencia.

El liderazgo de la organización conjeturó cómo se desenvolvería la rendición de cuentas; sin embargo, en la práctica, ese proceso será desordenado e impredecible. Estará lleno de contradicciones, fruto de tensiones y cambios en la organización, y de voluntades y expresiones individuales. Como proceso humano, la rendición de cuentas será doloroso, tanto para las víctimas como para los perpetradores, y la asunción de responsabilidad no será un resultado simple ni homogéneo.

Superar los prejuicios

Un factor determinante en el proceso de reconocimiento se deriva del rechazo social generalizado que existe en contra de las Farc. 
El rechazo al grupo proviene de elementos objetivos por los cuales la organización debe responder. Ese sentimiento de repudio tiene raíces ciertas en su accionar violento y destructivo; también ha sido exacerbado por décadas de operaciones psicológicas, incluyendo propaganda de guerra, que ha presentado a la guerrilla como el origen de todos los males y ha deshumanizado a sus integrantes.

El proceso de construcción del enemigo ha calado en la sociedad colombiana y hoy hay muy poco espacio para que los miembros de esa organización inicien el proceso reincorporación a la vida civil. Durante años, el mensaje reiterado y dominante logró el cierre de toda empatía con ese enemigo. Ese resultado, exitoso desde la perspectiva del esfuerzo bélico oficial, es hoy una barrera para iniciar el proceso de contribución a la verdad y de reconocimiento de responsabilidades por parte del grupo. La gran mayoría de los colombianos no les cree a los miembros de las Farc; a su vez, el grupo reacciona de manera resentida, muchas veces guardando silencio, justificando sus acciones, o estigmatizando a sus víctimas. 

Resulta evidente que si estas reglas de juego no cambian, el proceso de esclarecimiento y de reconocimiento no tendrá sentido. 
El cambio de reglas implica esfuerzos en dos sentidos: por un lado, las Farc y sus integrantes tendrán que apartarse de la justificación de sus acciones, y encarar sus responsabilidades; por otro lado, la sociedad tiene que apartarse de la lógica de la guerra que sólo concibe a las Farc como un enemigo que personifica el mal absoluto y cuyo único propósito es dañar, y abrirse a la posibilidad de que los antiguos perpetradores desean actuar en favor de las víctimas a las que agredieron.

La superación de las lógicas justificativas y negacionistas, por un lado, y de las lógicas persecutorias y de deshumanización, por el otro, será mucho más difícil de lo que se cree. El punto de inicio es aceptar que ambas lógicas operan.

Iniciar el proceso de reconocimiento

Según lo pactado, las Farc deben responder por sus actos y sus atrocidades; y lo deben hacer, no en el marco de su lógica, si no de acuerdo a las reglas del Estado de derecho, incluyendo el derecho internacional. Que las Farc hayan aceptado este marco es un buen punto de partida, aunque, según lo consignado en el Acuerdo Final, su comprensión del derecho internacional resulte, a veces, acomodada.
El país debería dar una oportunidad a esta organización y a sus miembros de mostrar su compromiso con la paz y la reconciliación, mediante su participación activa en los mecanismos del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición.

La estructura del Acuerdo final favorece mediante estímulos la participación activa de las Farc y de sus miembros en los mecanismos del Sivjrnr. El proceso le brinda, a los individuos, una salida de las causas penales que se siguen en su contra; y, a la organización, le ofrece una espacio para conducir de manera significativa un proceso social de expiación, de reparación de los daños que ocasionaron, y una práctica política prospectiva. Suya es la decisión de cómo encarar el legado de violencia y atrocidad. La sociedad tiene una enorme responsabilidad de brindar la apertura para este proceso y seguir activamente la rendición de cuentas, garantizando el control social.

Superar las justificaciones y encarar la negación

El mayor reto para las Farc será abandonar la justificación de la violencia que han ejercido, reconocer las atrocidades y el sufrimiento que han producido, rendir cuentas públicas a las víctimas y a la sociedad, y asumir las implicaciones que se derivan de lo que reconozcan. Asimismo, tendrán que responder por sus silencios y por la negación, si la siguen ejerciendo.

La negación ejercida por las Farc y sus integrantes ha sido evidente; sus efectos son penetrantes. Las versiones, narraciones o cuentas que rindan en el futuro no pueden seguir estando acompañadas por las justificaciones propias de la guerra (por ejemplo, asesinatos justificados como una forma de ajusticiamiento o secuestros presentados como un método para garantizar contribución al régimen contributivo impuesto por la organización guerrillera). Esas justificaciones operan como un recurso discursivo que, al margen de reconocer el mal o el daño causado, apela a los valores de la organización armada, rechaza los valores sociales comúnmente aceptados y, de manera ofensiva y sin arrepentimiento, insiste en su lógica de la violencia.

Este tipo de técnica es recurrente en las expresiones de integrantes de las Farc en relación con conductas atroces, como son el secuestro y los homicidios premeditados de cualquier persona. A manera de ejemplo, el secuestro no puede ser abordado como una práctica inocua que hacía parte de un procedimiento guerrillero de recaudación de fondos.

Las técnicas de negación empleadas, incluyendo el uso de eufemismos, buscan anular la gravedad de la práctica e, incluso, buscan transferir culpas a sus víctimas (por no haber cumplido con el régimen extorsivo), incluso cuando la retención terminó con la muerte del secuestrado. El secuestro es una conducta atroz que viola derechos esenciales de la persona. Las Farc deben asumir responsabilidad por todos los daños generados y el sufrimiento prolongado de las familias como resultado de esta práctica.

Un proceso similar de negación se observa en relación con los homicidios que han perpetrado de manera premeditada. La técnica de negación más común se deriva de la explicación o justificación de la muerte como resultado de algún rasgo o alguna conducta de la persona asesinada (por ejemplo, un supuesto informante del Ejército o un concejal que supuestamente colaboraba con los paramilitares). Este tipo de excusa demuestra la normalización del asesinato dentro de la guerrilla y la ausencia de reproche a la violencia letal. Para la guerrilla y sus miembros, muchas de estas ejecuciones continúan teniendo validez con base en normas internas que todavía defienden. Si el proceso de rendición de cuentas ha de ser significativo, las Farc tendrán que confrontar esas justificaciones y asumir responsabilidad por cada una de las ejecuciones cometidas.

No hay margen de apreciación en casos de ejecuciones; los juicios a las víctimas de ejecuciones son inaceptables. Según el derecho internacional humanitario, “todo atentado contra la vida y la integridad corporal, especialmente el homicidio” de personas que no participan activamente en las hostilidades está proscrito. La determinación de si una persona participa activamente en las hostilidades no es un juicio subjetivo de la organización armada, sino una determinación objetiva que favorece la protección de las personas. La “culpa” de una persona no cambia esa prohibición; tampoco el hecho de que la persona haya hecho parte de las fuerzas armadas.

Aunque la muerte se haya normalizado en el conflicto colombiano, las reglas humanitarias y de derechos humanos nunca cambiaron: estas proscriben tajantemente el uso del homicidio por fuera del marco de las hostilidades. Las Farc tendrán que enfrentar esa normalización y rechazar las justificaciones de las ejecuciones perpetradas; la responsabilidad resultante será onerosa.

Otro contexto cargado de negación es el campo de relaciones entre la organización guerrillera y la población de los lugares ocupados por la guerrilla. Sin ignorar la amplia gama de relaciones que se establecieron en los territorios (desde relaciones de beneficio recíproco hasta dominio hegemónico y arbitrario), el ejercicio de la violencia por parte del grupo armado organizado siempre medió las relaciones. En ese marco, el miedo se erigió como un factor regulador, incluso en escenarios de amplia adhesión social a la organización. La mera presencia de la organización constituía un elemento amenazante generalizado, con especial implicación para quienes disentían del grupo.  En estas situaciones, determinadas por el ejercicio coercitivo de la violencia, se generaron incontables arbitrariedades y violaciones. No reconocer o ignorar los efectos del régimen violento de control que fue impuesto profundiza la negación y evita el restablecimiento de derechos de esas poblaciones y de las víctimas de violaciones graves. El miedo rigió (y seguirá rigiendo) la relación entre la organización y los habitantes de algunos de esos territorios si las violaciones cometidas bajo el régimen de control coercitivo no son abordadas.

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REFLEXIONES SOBRE LA OPORTUNIDAD DE LA VERDAD Y LA JUSTICIA PARA LA PAZ (III ENTREGA)

La oportunidad del Estado para asumir responsabilidades en el conflicto

El Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos reflexiona sobre la oportunidad para Colombia de que el Estado asuma la responsabilidad por los crímenes perpetrados por agentes gubernamentales, en casos como los llamados “falsos positivos”.
Todd Howland

 


El acuerdo para la terminación del conflicto ofrece un conjunto importante de oportunidades para que el Estado asuma de manera plena sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos. Una de esas oportunidades consiste en que el Estado ejerza de manera robusta el poder público con el fin de proteger y garantizar los derechos humanos en todo el territorio, especialmente en las comunidades “más afectadas por el conflicto armado y el abandono”. La poca inversión y la falta de acciones creativas hasta ahora registradas arrojan dudas sobre el aprovechamiento de esta coyuntura para producir los cambios deseados. He enfatizado, en otros momentos, en la necesidad de no perder esa oportunidad.

El Acuerdo de Paz ofrece una oportunidad para que el Estado confronte el legado de las violaciones manifiestas a los derechos humanos que tiñen el poder público en Colombia. Los mecanismos previstos en el Sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición (Sivjrnr) brindan una plataforma para llevar a cabo un proceso de rendición de cuentas serio y significativo, orientado a romper con el pasado de atrocidad y combatir la impunidad que ampara las violaciones de derechos humanos.

Este proceso demanda un compromiso ético y político con los derechos humanos, puesto que implica confrontar no sólo hechos aislados y malhechores individuales, sino dinámicas colectivas que comprometen la responsabilidad estatal.

Una historia teñida por violaciones

La historia colombiana está teñida por la perpetración de violaciones a los derechos humanos. Durante décadas se han documentado millares de eventos que son atribuibles al Estado. Estas infracciones al derecho internacional están conformadas por el hecho atroz y por otra serie de acciones y omisiones que hacen que ese hecho tenga relevancia como un ilícito internacional. Las acciones y omisiones que resultan relevantes pueden incluir el uso de recursos estatales para dirigir o ejecutar las violaciones, la obstaculización o la desviación de la investigación, el uso de la justicia penal militar para evadir la justicia, la manipulación o destrucción de pruebas o la concesión de inmunidades a los responsables.

La violencia ejercida bajo el manto de la ley demanda mayor censura que cualquier otra, puesto que esta violencia se ampara en el poder público e involucra recursos estatales para su planeación, perpetración y posterior ocultamiento. En casos de perpetración reiterada, este tipo de violencia implica políticas o prácticas, sean legales o ilegales, que se encuentran enquistadas en distintas organizaciones del Estado. Las violaciones atribuibles al Estado dañan no sólo a las víctimas, sino que representan una afrenta a la sociedad, a la que supuestamente protege, y a la comunidad internacional.

Durante décadas, los distintos órganos del sistema universal e interamericano de protección de derechos humanos han informado sobre estas violaciones manifiestas, incluyendo ejecuciones, desapariciones forzadas, torturas, violencia sexual, desplazamiento forzado y detenciones arbitrarias. Miles de casos han sido documentados por la ONU Derechos Humanos.

La dinámica de estas violaciones ha cambiado, como también ha cambiado la negación de estas. En una fase inicial, la negación era absoluta y se sumaba a un ejercicio agresivo contra los denunciantes. Por ejemplo, en las últimas dos décadas del siglo pasado, las autoridades negaban abiertamente la existencia de actividades y grupos paramilitares y manifestaban que las violaciones que se denunciaban eran una invención de organizaciones al servicio de la subversión. Con el paso del tiempo y la acumulación de información irrefutable, las actividades paramilitares no podían ser negadas; entonces, se refutaba la responsabilidad de las autoridades y se continuó, en muchos casos, negando a las víctimas, acusándoles de ser de grupos armados. La implicación estatal en las actividades paramilitares sigue siendo objeto negación, variando en contenido e intensidad, según el caso. Después del proceso de Justicia y Paz, quedan muchos elementos por esclarecer, especialmente los que apuntan a la responsabilidad estatal.

De manera paralela a la negación, se han adelantado en Colombia extraordinarias iniciativas de documentación de las violaciones. Se destacan los esfuerzos de organizaciones de derechos humanos, periodistas y funcionarios judiciales. Sin sus aportes y entereza, las atrocidades negadas y encubiertas hubieran transitado al olvido. La información compilada permite establecer la existencia de patrones (según modalidad y frecuencia, por distribución temporal y espacial), que evidencian dimensiones colectivas de la violencia que compromete al Estado.

El acumulado es un tesoro que permite ejercicios de contrastación y análisis que serán de mucha utilidad al Sivjrnr.

Un ejemplo atroz

Un patrón que ilustra la dinámica de negación de las atrocidades y, a su vez, demuestra los retos del reconocimiento de responsabilidades por parte del Estado en el marco del Sivjrnr son los denominados “falsos positivos”.

Abordado como un escándalo puntual y ya superado, estos hechos han sido descartados como incidentes aislados que fueron perpetrados por manzanas podridas en una organización deslumbrante. La respuesta oficial se concentra en la responsabilidad individual de los ejecutores de bajo rango en cientos de casos, evitando cualquier examen de las dinámicas colectivas. A su vez, políticos y militares activos y en retiro atacan la aplicación del derecho disciplinario y penal como un ejercicio arbitrario y propio de una “guerra jurídica”. Para un importante y poderoso sector, estas atrocidades son una fabricación infame; la negación es activa y agresiva.

Examinada en conjunto la información disponible, los eventos no pueden ser tratados como hechos aislados. Pero sin duda ilustran un patrón de conducta, que configura una práctica extendida en el Ejército, evidenciada por la ejecución de miles de personas cuyos cuerpos fueron expuestos como trofeos de guerra y usados para engrosar los resultados operacionales. Esas muertes, provocadas de diversas maneras y respondiendo a variedad de móviles, fueron objeto de intrincados y repetidos actos fraudulentos orientados a revestir las violaciones de aparente legalidad. Además del asesinato o la ejecución, cada violación involucra una sucesión de acciones de planeación y encubrimiento por parte de variados agentes estatales, no solo de los ejecutores materiales de la muerte y de la desaparición forzada de muchas de las víctimas, que fueron enterradas como NN o cadáveres sin identificar.

Desde que comenzó en 1997 a desplegar su mandato en Colombia, la ONU Derechos Humanos observó con preocupación las ejecuciones cometidas por el Ejército (y otros miembros de la Fuerza Pública, incluyendo la Policía Nacional) y la impunidad que las cubre. En el Informe anual de 1998, reportó sobre la modalidad de ejecución extrajudicial como práctica generalizada: “En algunos casos las autoridades militares y policiales intentaron justificar la muerte de personas con el argumento de que se trataba de guerrilleros abatidos mientras hacían frente a las fuerzas del Estado o de criminales comunes que se resistieron de manera violenta a la captura. En otros casos, los homicidas fueron encubiertos con falsos informes sobre los hechos en los cuales habían perecido los ejecutados”. El registro de hace dos décadas evidencia la naturaleza arraigada de la práctica y su implantación en el comportamiento organizacional. La práctica se continuó documentando en los sucesivos informes.

A partir de 2003, la ONU registró un incremento en las denuncias de este tipo de ejecución, destacó la implicación de políticas gubernamentales de seguridad pública, y alertó sobre el deficiente control que desplegaban las autoridades judiciales en relación con estas violaciones manifiestas. En el informe relativo a 2004, recalcó un incremento aún mayor en las denuncias de las ejecuciones.

En 2005 reportó un nuevo aumento de la práctica ilegal atribuible al Ejército y alertó sobre algunas concentraciones regionales, según el patrón de denuncias. En ese informe, constató que: “la mayoría de estas ejecuciones ha sido presentada por las autoridades como muertes de guerrilleros en combate, con alteraciones de la escena del crimen. Muchas fueron investigadas indebidamente por la justicia penal militar”. Además advirtió que “la práctica de estas conductas, su negación por ciertas autoridades y la ausencia de sanciones a sus autores plantean la eventual responsabilidad de los superiores jerárquicos”. En ese informe, se dejó claro que las autoridades estaban alertadas de la necesidad de responder consecuentemente con una práctica que comprometía la responsabilidad organizacional y que implicaba un quebrantamiento de las obligaciones internacionales del Estado. La práctica siguió esparciéndose, contando con la connivencia organizacional.
Con el desarrollo de los acontecimientos, la negación absoluta se hizo inviable. Las denuncias aumentaron; revelaciones documentales y testimoniales confirmaban las violaciones. Además, el surgimiento de casos axiomáticos, como la desaparición y posterior ejecución de los jóvenes provenientes de Soacha de 2008, confluyeron en la aceptación oficial de algunas transgresiones, siempre como casos individuales, y en la destitución de una veintena de funcionarios.

La ONU dio a conocer, por canales privados y públicos, la gravedad de lo observado e insistió sobre la necesidad de realizar un diagnóstico profundo, tanto para frenar la práctica como para garantizar el esclarecimiento del fenómeno y la rendición de cuentas. En los informes posteriores indicó que la respuesta oficial sigue siendo deficiente, que la administración de justicia ha sido obstaculizada, y que las medidas adoptadas han sido insuficientes para cumplir con las obligaciones internacionales del Estado en derechos humanos.

Una nueva oportunidad para confrontar la atrocidad
Cuando su perpetración es extendida y continuada en el tiempo, las violaciones manifiestas no pueden ser abordas como hechos simples o aislados. Es necesario abordar las causas, no solo de los incidentes particulares de violencia extrema, sino de los patrones de conducta que configuran las violaciones, dan sustento a su negación, y buscan evadir la responsabilidad.


Si las raíces del problema no son atacadas, es probable que surjan nuevas violaciones. De no ser confrontados, estos hechos seguirán manchando la vida institucional y acarreando el incumplimiento de las obligaciones internacionales del Estado. Si la negación sigue siendo la respuesta oficial a la atrocidad, ningún sentido tendrán los mecanismos que se han instituido para promover la justicia como resultado del proceso de paz.

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