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Asesinato de defensores es ataque a la democracia.

Por: Alberto Brunori, representante de ONU Derechos Humanos.
Atacar a las personas que defienden los derechos es atacar a la democracia. La propagación de ataques en contra de personas que ejercen la defensa de derechos es un síntoma grave del estado de cosas en Colombia: demuestra intolerancia, provoca miedo, limita o anula las libertades de pensamiento y de expresión, y, lo que es peor, exhibe cómo la violencia se impone, en muchos lugares, como un medio de control social. La impunidad que ronda estos ataques agrava la situación, puesto que, ante la ausencia de sanción oficial, el reproche social se reduce y la violencia encuentra justificación.


El marco internacional de protección ampara la actividad de defensa de los derechos humanos, que puede ser realizada por cualquier persona, tanto de manera regular como esporádica. Puede ser que los conflictos sociales en el orden local no se expresen abiertamente en clave de derechos (por ejemplo, unos pescadores que protegen una ciénaga, una comunidad que se opone a la siembra de coca o un poblador de un municipio rural que denuncia el robo del presupuesto público); no por ello, estos ejercicios de reivindicación y defensa de lo público están exentos de protección. Cuando alguien es blanco de un ataque por defender los derechos en cualquier contexto, los derechos y las libertades de todos están en juego. Se protege, así, la libertad de todas las personas a ejercer la defensa de los derechos humanos y se extiende un especial reproche a cualquier acto tendiente a limitar el ejercicio legítimo de esa libertad.

La contabilización de homicidios de personas que defienden los derechos se ha tornado en un indicador común para reflejar la gravedad de la situación. Como cualquier indicador, este es un referente parcial. En primer lugar, porque los homicidios son sólo una de las formas que toman los ataques. Además de las expresiones materiales más extremas (como las lesiones, las torturas, las violaciones sexuales o los homicidios), los ataques también se manifiestan en discursos que estigmatizan y promueven el odio, acoso por redes sociales, seguimiento y amedrentamiento, interceptaciones ilegales, robo de información y otras formas de persecución. Obviamente, es más fácil contabilizar o medir la intensidad de los ataques físicos (particularmente, los homicidios); sin embargo, los otros ataques no deben ser ignorados. Estos también silencian y crean un ambiente regido por la coerción.


En segundo lugar, los casos de homicidio que se registran o se contabilizan son sólo una muestra del universo de casos. Los criterios de inclusión o exclusión de los distintos proyectos de registro varían, como también varían sus enfoques y sus alcances geográficos. Además, el significado y los efectos de los homicidios están determinados por variables locales que, a menudo, no percibimos o comprendemos adecuadamente (tales como, entramados de relaciones económicas y políticas locales, roles no visibles de ciertas personas en las comunidades, la intervención de grupos armados en la regulación de los asuntos políticos locales, la presencia de intereses personales en la conducción de asuntos públicos o la existencia de mecanismos informales de regulación de conflictos que son ocultos para el exterior, pero conocidos por los miembros de la comunidad).

Hay ataques letales que no se registran en el ámbito nacional, pero que en el ámbito local aplacan toda actividad de defensa de derechos. Al ser parciales, los registros distorsionan la mirada del problema, ya que conducen a una concentración sobre unos pocos casos que se han visibilizado. Además, el indicador numérico deshumaniza los casos, al convertirlos en parte de una cifra fría de un contador mortal.

                                                Dos valiosos líderes sociales

                                             asesinados en un día de fútbol

Reducir el problema de los ataques a la contabilización (mayor o menor) de homicidios de ciertas personas no sólo afecta la manera como se entiende el problema sino que condiciona la concepción de las soluciones que se ofrecen, por ejemplo, centrando la atención sobre la protección física de personas y no sobre la generación de garantías más robustas que permitan el ejercicio de libertades.

Los ataques, incluidos los homicidios (como forma extrema), buscan silenciar e impedir el ejercicio de la defensa de los derechos humanos. Están dirigidos a coartar la libertad y a controlar el comportamiento de una persona o un grupo de personas. Los ataques son formas de violencia final e instrumental que, además de anular a una persona o a un grupo de personas, buscan el dominio amplio de voluntades y el control social sobre sectores de la población. Los ataques constriñen libertades y desincentivan la reivindicación de derechos en el espacio público. La gente no ejerce la defensa de sus derechos por miedo y reacciona interiorizando la censura.

La extensión (en tiempo y en espacio) de los ataques en contra de la defensa de derechos en Colombia tiene efectos severos que no han sido tenidos en cuenta. Además del impacto inmediato, cada ataque se acumula para producir un profundo impacto social que engendra una mordaza simbólica sobre el ejercicio de los derechos y su defensa. Ese impacto se puede medir en distintos ámbitos: en un grupo de personas similarmente situadas o agrupadas, sobre una comunidad o en relación con toda la sociedad.

Los ataques tienen un efecto acumulativo negativo, especialmente cuando no son reconocidos ni rechazados por el Estado y la sociedad. Su repetición impune transmite y disemina la coerción y el miedo, dos ingredientes esenciales de la censura y la autocensura. La ausencia de sanción oficial de los ataques produce un efecto de amplificación e irradiación de la coerción, que contamina el ambiente social y político. La impunidad demuestra la incapacidad o la falta de voluntad del Estado de castigar los ataques en contra de la defensa de los derechos humanos, y refuerza los intereses de quienes promueven el silenciamiento. Además de transmitir un mensaje de connivencia o conformidad con los ataques del pasado, la impunidad da vía libre al ejercicio de más violencia. La falta de acción estatal transmite un mensaje amedrentador y paralizante. Con el paso del tiempo, la censura se normaliza y la defensa de derechos se doméstica.

La defensa de los derechos humanos en Colombia se ejerce bajo asedio, y los límites al ejercicio de esa defensa están normalizados. En algunos contextos (especialmente calificados por el aislamiento espacial y la marginalidad social), la defensa de los derechos humanos está proscrita, quizás no oficialmente pero sí de facto.

Dada la concentración sobre el conteo de los homicidios, no se ha prestado suficiente atención a los efectos que los ataques tienen sobre la sociedad colombiana. La acumulación de ataques y su perpetración incesante han producido un complejo entramado de daños y alteraciones que afecta a las víctimas de estas agresiones, a los colectivos que se organizan para defender los derechos, así como al conjunto de la sociedad. La constancia en los ataques y la estigmatización de quienes defienden los derechos producen un ambiente hostil y adverso para la defensa de los derechos. La situación es tan grave que, en Colombia, el riesgo y el miedo son elementos normales e interiorizados en la defensa de los derechos humanos y el ejercicio de otras libertades (como organizarse, expresar opiniones o participar en reuniones). El impacto social es grave: todos tienen derechos, pero los derechos están asediados.

*Representante del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU.

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